El tesoro de los nazareos by Jerónimo Tristante

El tesoro de los nazareos by Jerónimo Tristante

autor:Jerónimo Tristante [Tristante, Jerónimo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga, Histórico
publicado: 2008-12-31T23:00:00+00:00


Nec mora nec requies[13]

Los días pasaban plácidos en Clairvaux. Rodrigo había redescubierto la satisfacción del estudio, se sentía joven, rememorando, quizá, sus días de aplicado estudiante en París. Toribio desaparecía horas y horas por los alrededores del monasterio donde, según suponía Rodrigo, aplacaba sus ardores con las mozas del lugar. Había multitud de viviendas extramuros, aquí y allá, apenas a media legua del cenobio donde residían los menestrales que entraban durante el día a trabajar para los monjes. La demanda de artesanos, artistas y jornaleros era considerable, pues pese a que los cistercienses se aplicaban al máximo al duro trabajo, las dimensiones de Clairvaux eran tales que reclamaba manos y espaldas fuertes para sacar adelante aquellas enormes instalaciones. Tomás, el joven e inexperto boceto de hombre de Iglesia, parecía haberse aficionado a la lectura y pasaba horas y horas entre la biblioteca y el claustro leyendo añosos volúmenes, algunos raros y exóticos y otros proscritos por la Santa Madre Iglesia, que allí, bajo la tutela de Bernardo de Claraval, habían sido traducidos del griego y el árabe o remozados para que no se perdieran. El zagal parecía fascinado con Platón y Aristóteles, leía a Avicena, a Séneca o recitaba poemas. Rodrigo sabía que escribía a escondidas. Quizás algún día contara su historia. Una historia amarga, emocionante, viva…

Dada la nueva afición del zagal y que él se hallaba ocupado en el reaprendizaje del hebreo, decidió encargar al bueno de Tomás que dirigiera sus estudios hacia el Templo de Salomón, la gnosis y todo lo que pudiera encontrar en la fabulosa biblioteca del monasterio sobre ritos esotéricos, que no había de ser poca cosa.

Rodrigo avanzaba en su relación con Isaías. Sentía que la simpatía del rabí hacia él crecía por momentos. Al parecer Moisés Ben Gurión le había escrito deshaciéndose en elogios hacia Rodrigo, así que, con semejante recomendación, más el esfuerzo del templario, el maestro Guior había comenzado poco a poco a mirarlo con buenos ojos.

Rodrigo aprovechaba las lecciones y reflexionaba. ¿Qué habría sido de los sabios raptados en París? Había pasado mucho tiempo desde aquello y hasta era probable que ya estuvieran muertos. ¿Qué sentido tenía llevarse a varios hombres, todos expertos en textos judaicos, si ya había sabios judíos trabajando en Clairvaux?

La respuesta era clara: los templarios tenían algo secreto que no querían enseñar a nadie. Ese algo requería de la ayuda de sabios judíos, y era obvio que no querían compartirlo ni siquiera con sus amigos cistercienses. ¿Sabría algo Bernardo de Claraval de aquello? Seguro. Estaba al corriente del proyecto, tenía que saberlo todo.

Una mañana, después de un mes de estancia en Clairvaux y hablando del bueno de Moisés Ben Gurión con su maestro en el despacho de las tenerías, Rodrigo se arriesgó a preguntar.

—Mi maestro tenía un hermano erudito como él mismo y vos, ¿llegasteis a conocerle?

—No —contestó el rabí—. He oído que era más joven que Moisés, pero mucho más brillante. Una mente privilegiada —dijo señalándose la cabeza.

—Desapareció —repuso el alumno.

—Sí, algo oí de eso.

—Él y otros seis sabios.



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